Servico

sabina haydeé
4 min readSep 17, 2021

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Estoy aburrido — comenté.

Mi superior levantó la vista del reporte que estaba leyendo, pero no respondió. Yo le dirigí una tensa sonrisa — el hombre me inspiraba miedo — y luego, ignorando la pequeña vocecita en mi cabeza que me decía que me callase, hablé de nuevo.

— No es malo que me aburra, ¿no? Es bueno. Significa que estamos haciendo bien nuestro trabajo. Los policías…después de todo…van a la academia para eso…¿no?…para dejar de…ser requeridos.

—Servico — dijo de repente mi supervisor.

—¿Sí, señor?

— Deje de decir estupideces.

— Sí, señor.

Me volví a reclinar en mi asiento. Le eché un vistazo al reloj y me sentí aún más deprimido: no habían pasado más de cinco minutos desde la última vez que lo había mirado. Sin saber qué hacer me levanté de nuevo, miré por la ventana. Era una noche tranquila en Buenos Aires y el teléfono de la comisaria número 24 no había sonado en toda la noche. Era como si estuviera muerto.

De repente solté un gritito, y me aparté de la ventana como si quemara.

— Ay, señor — exclamé, dirigiéndome con paso rápido hacia mi escritorio.

— ¿Qué pasa ahora, Servico?

— Los teléfonos, señor, me parece que…es probable que…

Pero no terminé la frase, porque levanté un teléfono y escuché con atención, aguantando la respiración. Luego de un momento escuché el tono.

— ¡Pero la puta! — exclamé, furioso, y colgué con violencia el auricular.

— ¡Servico!

Lo miré. Parecía furioso.

— Disculpe, señor.

— ¿Qué fue eso?

— Eso…no fue nada, señor. Me sulfuré nomás.

— ¿Se qué? — repitió.

Yo carraspeé.

— Me sulfuré, señor — volví a decir. — Perdí los estribos. Me emocioné.

— ¿Porque nadie nos necesita?

Yo volví a carraspear, nervioso. Mi superior tenía una manera de hablar que daba a entender que me despreciaba infinitamente.

— Sí, señor.

— Servico — repuso mi superior, volviendo a su lectura, — usted me da asco.

Yo me pasé una mano por la frente. Me sentí un poco avergonzado.

— Disculpe, señor. Es que…bueno, me aburro.

— ¿Se aburre?

— Un poco, señor.

Mi superior hizo una pausa tan larga que no pensé que me iba a responder jamás. Pero luego dejó caer su reporte en su escritorio y repuso:

— Servico, me caía mejor cuando no sabía que era un estúpido.

Lo miré sin entender. No sabía qué responderle.

— Bueno, señor.

Me lo quedé mirando, pero mi superior solo negó con la cabeza y se volvió a concentrar en su reporte. Pronto nos volvimos a sumergir en un silencio tedioso y sofocante. Miré de nuevo por la ventana, suspirando, por primera vez en lo que iba de la noche empezando a aceptar que las cosas no mejorarían.

— Qué se va a ser — musité, — es una noche tranquila.

E hice amago de tomar mi taza de café, pero en eso mi superior se levantó y exclamó:

— ¡Servico!

Yo pegué un salto. La taza salió volando de mi mano y se estrelló a mis pies, haciéndose añicos contra el suelo. El café se desparramó entre los pedazos de vidrio, pero mi superior no pareció notarlo. Me miraba erguido desde su silla, como un lobo a punto de atacar.

— ¡Idiota! — exclamó, — ¡imbécil!

— ¡Pero señor! — musité, conmovido y horrorizado, — ¡señor, qué hice !

— ¡Idiota! — volvió a chillar él y caminando a grandes zancadas se acercó hacia mí, me tomó de la corbata y me acercó contra su rostro gordo y colorado.

— ¡S-señor!

— ¡Callese, imbécil! ¡Nos jodiste la noche! ¡Acabas de decir que era una noche tranquila!

— ¡Pero señor! — exclamé, — ¡si es solo un decir!

Mi superior me soltó de repente, y yo me tambaleé hacia atrás, me desplomé sobre mi asiento. Él seguía respirando agitadamente; me miraba como nunca lo había hecho antes. Si hubiese podido, creo que me hubiese arrancado la cabeza en ese mismo lugar.

— No es un decir — musitó él. Yo abrí la boca para responder pero antes de que yo pudiera decir algo el teléfono empezó a sonar.

Y luego otro. Y luego otro, y luego otro. Y de repente en toda la comisaría parecían estar sonando los teléfonos, todos al mismo tiempo.

— ¡Señor! — exclamé, pero me detuve y él también. Los dos miramos hacía mi escritorio: mis dos celulares habían empezado a vibrar violentamente sobre la mesa. Él hizo una pausa en la que metió las manos en los bolsillos y sacó sus dos teléfonos. También vibraban. Nos miramos, yo sintiéndome impresionado, incrédulo y pasmado.

— Soy un idiota — dije, aceptando mi destino.

Mi superior dejó caer sus dos celulares sobre mi escritorio y repuso, con voz gélida:

— Eso no te lo discuto.

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