pablo

sabina haydeé
4 min readJul 23, 2020

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Me gusta Pablo. Me gusta todo el tiempo. Me gusta cuando viene a casa y se tira en la alfombra del cuarto, y me escucha contarle cosas mientras intenta convencer al gato que salga debajo de mi cama. Me gusta que me acompañe a visitar la tumba de mamá, aunque después, una vez fuera, no sepa bien qué decirme, y me tienda un cigarrillo ya prendido porque a mí me tiemblan las manos. Me gusta todo esto y un poco más: su pelo corto, morocho, su nariz delicada, sus manos manchadas con tinta. Lo bien que le queda la ropa que usa, como si todo hubiese sido hecho a medida. Que me espere en la puerta de la facultad, y que caminemos rozándonos los hombros, siempre en silencio, sin necesidad de interrumpirlo, todo esto me gusta.

Me gusta Pablo, aunque nunca vaya a decirlo. Me da miedo que me haga preguntas, que quiera saber cosas que yo tampoco entiendo, que al decirlo quiebre algo tan esencial entre nosotros que no quede otra cosa por hacer excepto marcharse.

Tampoco digo nada porque a Pablo le gustan las chicas.

A mí también me gustan, o me gustaban, porque desde que noté este sentimiento extraño y enorme sentado en mí, no hay lugar para nadie más. A veces pienso que si hubiese mantenido esa puerta firmemente cerrada, ignorando sus temblores, no hubiese notado que furiosa me empuja hacia Pablo y me obliga a ponerme colorado, hace que me transpiren las manos, me fuerza a insultarlo cuando me mira, divertido, por encima de un libro.

Pablo escribe, escribe todo el tiempo. Quiere que escriba yo también, capaz piensa que me hará bien expresar lo que a veces le confieso a él entre cigarrillo y cigarrillo, cuando la casa está a oscuras. Él escribe muy bien, con tanto desenfreno que yo temo que se prenda fuego un día de estos, entre palabra y palabra, se consuma en el sofá, en el cuarto, caiga agotado por el esfuerzo. Escribe como un loco, a todas horas, en todos lados. Sobre los libros, en los papeles que uno deja tirados por la casa, en las notas del teléfono. Uno cuenta su día, y a Pablo se le ponen coloradas las mejillas, pega un salto, exclama:

-Espera, espera, dame un papel, dame un papel.

Cosas de escritor, supongo, ese ardor tremendo que habita en él. A mi esas cosas no me pasan, soy más tranquilo. Pero anoche vino a casa, medio agitado, un poco tarde para sus visitas. Golpeó con tanta insistencia la puerta que me apresuré a abrirle.

-¡No sabes! –Exclamó, antes que yo pudiese decir algo.

-No, no sé. –Repuse, y lo dejé pasar. Se quitó los guantes con dificultad: le estaban temblando las manos. -Me invitaron a leer en la feria del libro. –Confesó. Como no dije nada, me golpeó en el hombro. -¿Podes creerlo?

-Ay. Sí, te creo. ¿Para esto me molestas?

Se adentró al comedor, y siguió hasta la cocina sin voltearse, hablando por encima del ruido del televisor. Lo seguí casi sin darme cuenta.

-Pensé que te gustaría venir conmigo. –Confesó una vez en la cocina, sin mirarme, buscaba la pava y los fósforos en la mesada. También me gustaba eso; cómo se movía dentro de esta casa, como si esto, lo mío, fuese suyo también.

-La verdad que no. –Repliqué, tratando de concentrarme en lo que me decía. — Igual esto de los libros no me interesa mucho.

-No vas a tener que leer nada –Aclaró con un dejo de impaciencia. –Quiero que vengas conmigo.

-No sé…

Pablo me miró extrañado.

-¿Qué no sabes? –Quiso saber, y añadió: — Otros planes no tenes.

-Vos qué sabes.

Se encogió de hombros.

-Sos vos. –Repuso. –A vos te conozco.

Lo miré. Lo que me molestaba no era acompañarlo, sino este sentimiento que crecía, me confundía y se entrometía en la única amistad que había tenido. Me sentía agobiado, día y noche, y no quería tener que mentirle más, sobresaltarme cada vez que venía a casa y se tiraba en mi cama, y me rozaba el cuerpo con el suyo. Basta, quería decirle, a él o al sentimiento, basta, basta, no, no. Y si se lo decía, pensé, impulsivo, y si le confesaba esto, esta noche, bajo las sabanas, cuando todos dormían, si se lo decía, ¿se quedaría? ¿me aceptaría sin más?

-¿Y? ¿Venís conmigo o no?

-Bueno. –Accedí, después de un momento. Y abrí la boca, por un segundo creyendo que le confesaría todo, pero luego él arqueó las cejas, y yo me arrepentí: -Pero solo por un rato. –Me crucé de brazos, amargado por haber perdido la oportunidad de decírselo: -Tampoco es que me gusta tanto lo que escribís.

-Está bien. –Dijo él, sonriente, y apagó la pava.

Anoche se quedó a dormir, y cuando amanecimos me miró curioso desde su lugar en el suelo, con tanta alegría que temí habérselo confesado todo mientras dormía. Vos, canturreo, algo me ocultas. ¿Qué te pasa? Lo que pasa, le espeté, furioso, es que vos estás acá, molestándome. Cuando te vayas me voy a sentir mejor. No le dije nada. No pude hacerlo. Pero hoy lo escribo, esperando lo imposible: que el tiempo haga lo suyo, lo erradique de mi cuerpo, lo borre de mi piel. Despertar mañana y encontrar de repente que el amor por Pablo se extinguió entre estos verbos.

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